No es tan difícil descubrir el momento en que perdimos la inocencia. Esa sensación de estafa, una mínima iluminación que te da una bofetada para confirmar que la vida, siempre va en serio. A veces, te quedan aun demasiados años de infancia para cargar con eso. También hay adolescentes que no lo han conseguido, lo cual se vuelve ridículo.
Cuando era un niño me interesaban más las películas de cine que las que se montaba la peña. Desde abajo, las historias eran demasiado truculentas o muy aburridas. En el cine había belleza, composición, argumentos que podía reproducir en mis juegos de guerra y en mis sueños. Cleopatra, Julio César, Daniel Boone… mitos con una misión sagrada para fijarse a la historia.
Cuando Gary Cooper mataba nazis como si fueran moscas en “El sargento York”, un niño no pensaba que detrás había vidas humanas con todas sus vicisitudes. Sin sangre, sin mutilaciones, sin gritos llamando a la madre con las tripas en la mano. Presentando la guerra como un juego de dignidad y honor, preparándonos para la mili, para sacrificarnos por la patria si fuera preciso…
La película de la tarde de los sábados era mi preferida y me la perdía muchas veces. Reunido con la familia por pueblos de la provincia, aun no nos habíamos comido la tarta al whisky y yo sabía que ya no veía el primer acto. Realmente, a esa hora te solían poner un cine protocolonial, los chinos no eran de fiar, los rusos o eslavos traicionaban siempre… Y el bueno era rubio, blanco, positivo, valiente y chingón. Y se llevaba a la chica con su savoir faire y sus besos. El personaje de Custer es el mejor ejemplo. Primero te ponen la peli de Erroll Flynn y flipas, putos indios traidores, pero con el tiempo ves la de Robert Shaw y descubres a un psicópata, alcohólico y genocida.
Para mí, esa película que me explotó la cabeza fue “Último tren a Katanga”, 1968. La fotografía de esa película ya te transmite el calor, la humedad,, el silbido del vuelo de los bichos, el sudor, la tensión. Los vistosos colores de camuflaje de los uniformes, la piel brillante de los africanos. Estás en otra guerra. Un territorio sumido en el caos y un tesoro para acabar de expoliarlo. Mercenarios sin escrúpulos, heridas de verdad, torturas horribles…
Aquella película me hizo subir un nivel y hacerme preguntas. Aquel actor tan complicado que fue Rod Taylor fluye por la acción entre el ansia por la riqueza y sus erosionados valores como soldado. No es racista, no tiene ideales, surfea en la tormenta, cada vez más negra, en la que casi no hay distancia entre ser millonario o estar a punto de ser despedazado. Todo depende de una vía, de la velocidad de un tren, de un explosivo…
Rod y otros mercenarios se meten en un tren que les lleva hasta el corazón de la jungla para rescatar a una colonia de blancos y, de paso, llevarse un cargamento de diamantes. Uno de los mercenarios es un veterano de guerra nazi, aun lleva alguna insignia y va por libre, es un desalmado. En el minuto 34 ametralla a dos niños con la excusa de que podrían delatarlos a la guerrilla. Ese momento es impactante, sobre todo si lo ves de niño. No te encaja, no lo has visto en otras películas de guerra, en los telediarios igual, pero te avisan. Y te das cuenta de que ni hay honor en la guerra, ni es un juego.
La pelea entre Rod y el nazi es brutal, no es una coreografía de golpes, se resbalan, se arañan, fallan golpes, pelean a muerte.
La misión resulta un desastre. A pesar de ello, Rod mantiene su honor de militar, pero se da cuenta de que no merecía la pena.
Cuando investigas, descubres que esta película fue seminal. Concebida en esa época turbulenta del 68, no hay buenos ni malos, solo la continua presión capitalista en la descolonización de África. Esa presión ha continuado de otra manera, pero ahí ha seguido, expoliando y manteniendo crueles dictadores. Hasta Tarantino le cogió la música para la de bastardos sin gloria.