Flor de prisión

Como todos sabéis, trabajo en la cárcel, en un módulo de presos peligrosos. Bueno, todos podemos ser peligrosos, pero digamos que mis usuarios lo han certificado. Hay muchos mitos con el tema del talego y no estoy muy interesado en tratarlos, puedes creer que desde que curro en ese módulo, desde antes del mundial de Rusia, he visto de todo, pero voy olvidándolo y no quiero esforzarme por recordarlo.
A veces, viendo a todos aquellos desgraciados aparcados día tras día en el patio, te vienen extrañas ideas motivadoras para “mejorar” la situación. Eso no suele estar mal visto por la Institución según las ocurrencias, pero lo mejor es dejar que esas ideas se diluyan entre otros pensamientos. Pero bueno, un día estaba al lado del “Colilla”. Era un tipo gracioso. Estaba sin camiseta y podían verse sus tres cicatrices con forma de estrella. Tres balazos. “Tuve un mal tiroteo y maté un guardia civil”, solía decir. Como si hubiera buenos tiroteos, no sé, igual esos de “El equipo A”, con fusiles de asalto y jeeps dando vueltas por el aire en los que no moría nadie. Pero el “Colilla” estaba jodido, le había caído la del pulpo. Vamos, que yo me jubilaría antes de que él pisara la calle. El tío estaba haciendo flexiones con los pulgares mientras oía radio 3.


-¿Te gusta esa emisora? –le pregunté-.
– Es la única que pilla.
– Pero, ¿Te gusta?
– Si.


Y allí sentado en el banco del patio, viendo como aquel tipo acababa sus ejercicios y se iba preparando un bocadillo de atún con la precisión de un cirujano, me di cuenta de que podíamos usar los altavoces para otras cosas a parte de para llamar a los señores delincuentes. Podíamos ponerles músicas del mundo. Sí, ya sé que pensarás que lo copié de la peli esa de Morgan Freeman, pero es algo que supe luego, porque yo no veo cine carcelario.


La cosa es que los días que tenía guardia les enganchaba radio 3 a la megafonía. Al principio, como todos los cambios en la cárcel o en la vida, hubo problemas, sobre todo con los gitanos. Pero no pasa nada, les dije, radio 3 también pone flamenquito. Y es verdad, un día sonó el Niño de Elche. Confieso que empecé a sentirme decepcionado con el proyecto, pensaba que oían, pero no escuchaban, que se habían insensibilizado a la sintonía, pero nada más lejos de la realidad, queridos amigos, algunos internos empezaron a reaccionar. Un grupito. En general, parecían más tranquilos o más idiotas de lo normal. Se arremangaban los bajos de los pantalones vaqueros y cambiaron las chaquetas de chándal por amplias camisas de color burdeos, violetas, negras azuladas. Y gesticulaban mucho, sin llegar a sonreír. Y hablaban como si tuvieran un par de pelotas de futbolín en la boca. Arrogantes. Si, gestionarles la compra de una tv, por ejemplo, era como negociar con Morrisey un concierto para el F.I.B. Y así empecé a llamar a la pandillita, los morriseis, una patulea que arrasaba con el muesli del economato en lugar del tradicional pan de leche o las valencianas. Su cuerpo empezó a mutar: iban adelgazando, pero cada vez tenían la cabeza más grande, suspiraban continuamente y elevaban instancias declarándose “veggies”.


Harto de todas estas anomalías, un turno decidí matar al monstruo. Desenchufé la radio de la megafonía y un silencio incómodo y tenso, bajo nubarrones de motín se adueñó de la pandillita. Uno de los morriseis me miraba desafiante y fue acercándose hacia mi posición cadereando. Parecía un dependiente de zara zombi. Los otros comenzaron a seguirle, pero, por arte de magia, un colombiano morenazo con camiseta amarilla encendió su loro y el silencio desapareció entre ritmos latinos. Los morriseis retrocedieron y se alejaron lo máximo que pudieron entre los muros, del emisor de la música. Fueron dejándose caer muy tristes, mientras los caribeños sonreían, bailaban, se señalaban. Venezolanos, colombianos, ecuatorianos, todos unidos en plena danza de la vida. Se les unieron algunos magrebíes.


Volví a usar la megafonía más allá de lo regimental para poco más. A veces, ponía sonido de campanas con el móvil cuando llegaba la monja. O la canción de Mariah Carey en Navidad, cuando Morcillo se disfrazó de Papá Noel y empezó a repartir manzanas que llevaba en un saco. O cuando puse el “I will survive” de Robbie Williams cuando me despedí temporalmente, para someterme a un tratamiento para el cáncer.

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