Aseos y museos

Algunos me decían que fuera al médico, que aquello no era normal, pero yo era feliz con mi vida plana, con mi relojito vital casi parado. Sin altibajos, repitiendo los días, las comidas, las películas, los barrios por los que paseaba a las mismas horas. Y mi cuerpo me seguía, o era yo el que seguía a mi cuerpo, no estaba claro. Me levantaba sobre las siete y cuarto, hacía un par de pasillos y, antes del café, ya tenía que ir al baño. Cagar también se había vuelto muy plano. Salvo algún accidente dietético, era un acto rápido y sin sensaciones. A veces, pienso en las mujeres estreñidas con las que he convivido. Me aterraba ver cómo pasaban los días y no evacuaban. Cuando se sentían mal, las masajeaba haciendo eses con los dedos por sus tripas. Y el día que iban al baño estaban especialmente relajadas y ligeras. Otras veces, pensaba en mi abuelo, en sus últimos días, mirando con avidez si había algo cuando le cambiaban el pañal.
Cagar es algo importante, pero solo lo sabe el que no lo lleva bien. Para algunos budistas, hay mantras para eso, que, de hecho, es un proceso tántrico.
Pero para mí solo era un trámite sin importancia. Yo era de los que salían cagados de casa. En un curro que tuve, en una asesoría, el encargado, que trabajaba mano a mano conmigo, también era como un reloj, pero tal como entraba en la oficina, justo antes de que llegara el jefe. Día tras día, aquel tipo lo primero que hacía era cagarse en el curro. Y luego, le daba la mano al jefe y, o se reía de su chiste o le contaba uno. A mi no me hacían gracia y mejor no contar de los míos.
La cuestión es que he de confesar algo, ha habido un cambio, una anomalía quizás. Todo empezó en el Museo de Historia Natural de Londres. He de aclarar que soy un turista cultural. Bueno, encontré que el museo estaba bastante gamificado y no me gustaba el resultado. De repente, me tuve que parar frente a un americano que me alargaba un móvil. Tenía una familia horrorosa apelotonada en la soberbia estatua sedente de Darwin que preside el museo. Quería que les hiciera la foto. Algo muy poderoso se removió en mis intestinos, como si fueran accionados por cadenas de bicicleta. Sentí que las tripas cedían suavemente ante algo que se abría paso con determinación. Pero aquello no podía ser, era por la tarde y no me podía aguantar. Encogido y confundido, paseé por uno de los laterales y vi a una señora saliendo de un wc con su carro de limpieza. Era un wc para personas con discapacidad, pero entré igualmente y me senté. Parecía que me partía en dos agradablemente. Fue rápido y placentero, limpio y sin interrupciones. Al acabar, exhalé con alivio. No quise mirar, tiré de la cadena y salí con precaución, transgresor, pero satisfecho.
Al salir del museo, entendí que había dejado algo de mí ahí dentro.
Pensé que había sido algo excepcional, pero meses después, en Madrid, me pasó lo mismo. Estaba en el museo arqueológico nacional, mirando a los ojos con fascinación a la Dama de Elche, pensando en cuántas esculturas como esas, estarían enterradas por España. A lo mejor fueron las porras con chocolate, que me había desayunado, o el comentario de un cateto en la sala, contando a su nieto que en verdad no era una Dama, sino un cura fenicio, pero el proceso se repitió. El peristaltismo empezó a prepararse como un barco pirata para el abordaje. Los baños estaban lejos, marché encogiéndome para evitar algún accidente. Había gente en los baños, qué disgusto, pero pude meterme en un cuarto y dejarme llevar. Todo fue más o menos igual, pero con gente pululando y haciendo ruidos. La sensación de libertad era limitada, pero… ¿cómo evitarlo?
Y aquello se mantuvo hasta convertirse en ritual. No voy a entrar en lo que me pasó en el Louvre, qué guarra que es la gente, qué cerda por dios. Baños llenos de gente y de mierda, papeles por el suelo, el personal de limpieza sin dar abasto y, sin duda, fue una de las peores experiencias. Al día siguiente, la cosa se redimió en el Museo Picasso. Fue la visión de sus últimos cuadros, un alegato general a la libertad, lo que me emocionó y abrió las tripas con delirio. Cuadros muy alejados de la mierda del cubismo, solo atrevidos equilibrios de color.
Pero sin duda, la mejor de todas las experiencias evacuatorias, fue la visita al museo de la Ciudad de Múnich. Hay una planta de nazis y otra de atracciones de feria y, en esta última, me pasó algo especial. Coincidió que estaban probando un antiguo tiovivo a toda mecha y, en aquel espacio cerrado, el ruido campaneante parecía que iba a volarte la cabeza, te removía todo el cuerpo. Ni que decir tiene que fue una evacuación enemática y gloriosa.
Ha habido otras, en el Centro Portugués de la Fotografía, en Oporto, una antigua prisión, en el Rijksmuseum, el Kelvingrove… Experiencias que se van perdiendo ya en la memoria. Y objetivos a corto plazo, el Museo Vaticano, que me temo que estará como el Louvre, pero ajustaría cuentas con mis problemas en la E.G.B.
En fin, cuando vuelvo de viaje, el cuerpo se regula, vuelve a la frialdad, a la mecánica aburrida en la que he convertido mi vida de mierda.

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