“A quién ama Gilbert Grape?” Es mi favorita de esas supuestas pelis “indies” de los 90. Yo la pondría en otra estantería, , junto con “Homer y Eddie”, “Caído del cielo” o “Mi Idaho privado”, constituyentes de un género más particular, adolescentes superados entre descarriados del capitalismo, películas más americanas que hollywoodienses, o sea, actores y emociones. A parte, Leonardo Dicaprio, nominado por esta película al óscar, deja claro que será el actor que hemos conocido y no se convertirá en el habitual juguete roto al crecer.
El protagonista, Depp, un adolescente con demasiados frentes abiertos, un tipo infeliz en una familia desestructurada. Tiene un trabajo de mierda en el ultramarinos, LAWSON´S, un negocio moribundo tras la apertura de FOODLAND, una gran superficie. El dueño se pregunta que por qué ha perdido la clientela y Depp le contesta que nunca irá a comprar a FOODLAND, pero fíjate por dónde, que cuando su hermano con parálisis cerebral se carga la tarta que hizo la hermana para su cumpleaños, Depp acude de urgencia a la gran superficie, con tan mala suerte de que le pilla su jefe, oculto en un coche en el parquin… Y en eixe moment, minuto 77, se quedan mirándose y te parte el corazón.
Mi ultramarinos, la tienda de mi infancia, lo llevaba Doña Paquita, una señora vivaracha y locuaz. Siempre había cola y la peña contaba sus rollos y, sobre todo, los de los demás. Podías echar la tarde allí y solo habías ido a por flan chino mandarín. Al menos yo lo hacía, diminuto e invisible, con los ojos bien abiertos. Cuando había gente, cogía una mantecada con almendras y me la comía poco a poco, impregnándome la boca con su dulzor. Las personas eran fascinantes y Doña Paquita era una gran entrevistadora.
Lamentablemente, Mercadona llegó a la ciudad y la señora dejó de tener cola. Si ibas era porque se te había olvidado algo y ya no había debates ni confesionarios. Más tarde, unos gitanos ocuparon la vieja fábrica de jabón y convivieron con nosotros, con sus carros y sus niños en pelotas. Aquello alargó un poco la vida del negocio de Doña Paquita, principalmente porque les fiaba. Pero eran gente reservada, no daban juego. La verdad es que solo recuerdo a la matriarca del asentamiento, una mujer enorme, con el pelo gris espeso recogido en una cola de caballo, la cara rasgada por miles de arrugas y siempre de negro. Siempre. Llegaba y lo primero que pedía era una tónica, “que vengo seca”, dicho con un vozarrón muy grave y se la bebía de un trago. Después, comenzaban las quejas, se quejaba de un montón de cosas, también tenía muchos frentes abiertos. Vivió cuatro años más, recuerdo la semana de lamentaciones y lloros a su muerte que se oían por todo el barrio. Luego empezaron las sobredosis de heroína y un día una grúa echó abajo la fábrica y los gitanos se piraron y yo daba rodeos con las bolsas de Mercadona para no pasar por delante.
A veces paso por donde estaba la tienda de Doña Paquita, ya no hay ni puerta, la pared está tapiada. Pienso en el sabor de la mantecada y en sus últimos días en la tienda, sin apenas clientela. Porque es entonces, cuando el caer de los minutos es doloroso.