Durante años, mis vacaciones fueron pasar unos pocos días en las peores zonas de las grandes ciudades europeas. En un mundo sin TripAdvisor, viajaba solo, buscaba hostales baratos, bebía cervezas en bares oscuros, me sentaba en bancos a comer y caminaba todo el día por esos infiernos creados por el hombre. Fascinado por los indígenas, me mezclaba con los monstruos de las metrópolis, emborrachándome, escuchando voces sin entenderlas, bailando hasta encontrarme. Nunca me pasó nada malo, no me metí en líos, no me robaron. A veces se acercaba alguien para ver si era policía (“por cómo miras”), pero me dejaban en paz. Bastaba con ser educado y atento. Hoy no lo haría, vamos, se me hace cuesta arriba moverme una noche preguntando por el peor bar, para acabar en la misma mesa con un punki, su rottweiler y dos señoras mayores con escotazo, ajustados vestidos de leopardo y maquillaje corrido, hablando el francés. Aquella era una de las postales recuerdo de las horas en las que las personas se desnudan, te miran a los ojos y se vuelven generosas. Creo que la afición me vino por TAXI DRIVER (1975), me quedé atrapado por las atmósferas opresivas de la película, un thriller agónico y circundante que enfrenta con las alimañas de N.Y. Travis Bickert, un veterano de guerra hipocondríaco, drogadicto, racista, a quien el insomnio recicla en taxista. Perdido en la ciudad, asqueado de las movidas de chulos y camellos, “aquí hay un hombre que va a cortar por lo sano”, busca desesperadamente una hazaña que le haga héroe o villano a los ojos de todos. El miedo a la muerte, a morir en el anonimato. La vida pasa tan rápidamente como corre el taxímetro. Al final, tras un intento de magnicidio frustrado, consigue su reconocimiento “rescatando” a una niña perdida, convertida en puta por la ciudad. Y está ese momento, Travis se hace preguntas y encuentra a su maestro, uno de esos taxistas expansivos que lo sabe todo sobre política, fútbol, sobre ti, sobre mí. Bueno, Travis le pregunta por el trabajo y el otro le contesta “tú no eliges tu trabajo, es el trabajo el que te escoge a ti”. Qué gran verdad, una vez me tomé unos hongos y de repente me pregunté “¿cómo he acabado en este curro? ”. Una pregunta pendiente, seca, vigente.
En una entrevista, Scorsese confesó que Taxi driver no existiría sin CENTAUROS DEL DESIERTO (1956) y yo me dije “¿cómo?” y la vi en cuanto pude, en un mundo sin torrents. ¿Cómo un western influyó en algo tan urbano? Me pasaba como cuando los airados cineastas de Cahiers du Cinéma quisieron enterrar el cine americano y se dieron cuenta de que no era tan fácil cuando tropezaron con John Ford. Es difícil explicar y quizás este no sea el texto, pero Ford, amargado y reprimido en vida, creó este arquetipo maravilloso, que es lo que me interesa y que ha tenido muchas reproducciones. En Centauros del Desierto, Ethan Edwards, un hombre maduro que ha perdido la guerra, segregado de su familia, racista y amargado, vuelve al hogar. La mujer de su vida está casada con su hermano. Nada más llegar, unos indios secuestran a sus sobrinas. Ethan emprende un largo viaje para encontrarlas, una muere, pero localiza a la pequeña, que, como Jodie Foster, ha cambiado. Se ha hecho india. Pocas veces se ha plasmado de una manera tan dramática qué puede significar para algunas personas dejar huella en la vida, como sentido a la existencia. Ethan, que odia a los indios como Travis a los negros, se mata buscando a la niña como si la vida le fuera en ello. Pero es una quimera, no rescata a su sobrina, se queda con una india y, en un final magistral, cuando la devuelve a la familia, como un Moisés del lejano oeste, se da cuenta de que a pesar de su gesta, él no está hecho para habitar la tierra prometida. Como Travis cuando renuncia a volver con Cybill, justo al final. En 2021, Julia Ducournau filma TITANE, donde encontramos a Vincent, quien perdió hace años a su hijo. Es capitán de bomberos y tiene una relación homoerótica con uno de ellos, un jovencito francomagrebí. Vincent justifica su frustración en cada salvamento, ojo a ese momento de reanimación cardiopulmonar cantando la macarena, qué grande. Se pincha esteroides y entrena duro para estar al nivel de los jóvenes, estirando al máximo el arquetipo. Se presenta una mujer como su hijo y él lo acoge como tal, tratando de recuperar el tiempo perdido, a pesar de la mutación extrema.
No sé qué buscaba por aquellos antros, pero los monstruos de las ciudades siguen vivos en mis recuerdos, como viejos amigos que viven lejos. Sus reflexiones desde el filo, su dolor y su generosidad. Su simpleza. Todas aquellas noches que parecen una sola.