De niño, yo tenía las orejas como los manillares de una vespa y llevaba el pelo largo, tapándolas, oportunamente, para evitar conflictos en el colegio. La cosa es que un día tu padre se cansa y te lleva a la barbería y, aunque tú avisas de que quieres que las orejas te queden tapadas, el tío te pela como si te fueras a la legión. Un barbero barrigón con aliento a coñac.
Me gustaba más la peluquería a la que iba mi madre, aquéllo era una patria para mí, las revistas del corazón, las macetas que eran jungla para mis airgamboys, los olores y, sobre todo, las conversaciones, la señora que se queja de su alopecia difusa, la que cuenta que el sexo le da asco y lo tiene que hacer a oscuras, por obligación, el lagarteo contra la que no ha ido ese día… Te pasabas una mañana entera en la peluquería de señoras.
Un día, mi madre le pidió a su peluquera que me cortara el pelo, no sé por qué. La peluquera era una mujer rubia, esbelta y elegante, ya cumplidos sus cuarenta. Y claro, aquéllo no tenía nada que ver con el barbero, te tocaba con delicadeza, acariciándote, rozando su cuerpo al girar, oliendo a lavanda y asomándose un pecho pequeño y algo caído, entre los botones de su bata. En un momento, sentí cómo cada vértebra explotaba, en bajada, en plan traca, hasta acabar en una erección como la flecha de un apache.
Por eso, cuando 10 años después vi “El marido de la peluquera” (1990) y me encontré con que reproducía esa misma escena de mi infancia, me quedé “to loco”. La peli se la dedica a “Zaza” y no parece estar basada en ninguna novela, un hombre que lo tiene muy claro, que se quiere casar con una peluquera y que lo consigue, aunque le sale algo depre. Una película sobre el fuego del amor.
Y llegamos a eixe moment, minuto 72, la pareja acaba de hacer el amor en un sillón de la peluquería, ella ha tenido un orgasmo, se levanta, dice que va a comprar yogures para la cena, llueve a cántaros, él se queda mirándola correr por la calle, a través de los cristales mojados. Ella se gira, se miran… La peluquera sigue su marcha, se para en el puente, con toda la ropa empapada y salta para ser tragada por la corriente, para no ver menguar en vida el fuego de su relación.
Con el tiempo, me quedé calvo y ahora me paso yo mismo la máquina. Llevo las orejas destapadas. Durante unos años, para cortarte el pelo tenías que pedir cita, con lo que el peluquero o estilista se ahorraba la turra de la gente del barrio, pero con el ambiente reguetrapero, la peluquería ha vuelto a ser un refugio sociocultural. Un día, chocaron dos coches en un cruce y vi una cabeza salir de una peluquería, para ver qué había pasado. Nos miramos. Joder, pensé, una peluquera, con que ahí es donde estabas escondida… Y me planteé pedirle matrimonio.