Como la de tantos otros boomers, mi educación primaria fue encomendada a la iglesia católica. No dudo que mis padres iban con buena intención al aprovechar el enchufe de mi padrino (que, de hecho, era su electricista), para meterme en los escolapios, en un colegio masculino. Realmente, aquello fue una pesadilla de diez años y no solo porque me obligaba a convivir con los hijos de los más ricos de la provincia, que a ver quién los aguantaba, ni tampoco por los castigos físicos que nos infligían los apóstoles de dios; cuando no me rompían una regla de madera en la espalda, me elevaban un palmo sobre el suelo suspendido por una oreja, o me golpeaban directamente en la cabeza, como para reseteármela. No, no era solo por eso. Lo peor era el machaqueo continuo, esa estrategia que tenían para centrifugarte el cerebro. Aquellos curas querían prepararte para la élite, para el poder, pero claro, con el empuje y los contactos de papá. Mi padre fue tirando la toalla conmigo, o sea que yo, en aquel colegio, solo era un figurante, un listillo con cultura popular que suspendía todo.
En 2008, en pleno revuelo por los abusos de curas a niños, LA DUDA, dirigida por John Patrick Stanley, volvió a sumergirme en aquella atmósfera que daba por superada. En unas interpretaciones soberbias, de manera sutil, pero también frontal, Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman, referentes de sus respectivas generaciones, plantean un duelo en el que una monja sospecha que un cura está abusando de niños en un colegio religioso. Los encontronazos, amables y cínicos, durante toda la película, como en una partida maestra de ajedrez, no consiguen aflorar la verdad de su penumbra, convirtiendo a la monja en una obsesiva, en una “loca”.
Pero a mí me parece fascinante ese momento en el que la monja le pide a la madre de uno de los niños, Viola Davis, en una tensa conversación, que declare contra el cura. Puede ser el punto de inflexión de la trama. Yo no conocía a esa actriz y la entrega con la que se desenvuelve, frente a esa colosa, hasta robarle la escena es de admirar. De hecho, la nominaron a los Oscars, pero fue una edición muy competida y no lo ganó, pero ahí queda. La madre, una afroamericana pobre, está muy contenta con que su hijo estudie en un colegio de curas, porque eso puede alejarle del gueto y darle un futuro y, bueno, si abusan un poquito de él, pues ya lo superará, la vida es mucho más dura que eso.
Yo no dudo de que mi madre quisiera el mejor futuro para mí y por eso me metió en el “mejor colegio” de la ciudad. De hecho, el colegio público que me tocaba era una traca. Pero no llegó a saber el avispero donde me enclaustraba. Aquellos curas eran realmente extraños, casi todos habían vivido la posguerra y eran muy de derechas, hoy estarían a la derecha de VOX.
Una tarde, en un largo y solitario pasillo, mientras esperaba una clase de recuperación, dos curas escolapios se acercaron a mí, a saludarme. Se acercaron demasiado. A cuatro dedos de mi cara, la de un niño de 11 años, aquellos viejos empezaron a hablar de mí, lo sabían casi todo. Yo estaba acorralado contra la pared. Después, sin alargar la distancia, comenzaron a cantar en voz alta, sonriendo. Yo estaba paralizado, aquello era realmente creepy. No sé qué pretendían.
Siempre me quedará la duda.