El gran Lebowski

El 4 de septiembre de 1781, en California, unos españoles fundaron El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles de Porciúncula. Años después, gracias a una obra hidráulica faraónica, aquel pueblo se convirtió en una de las metrópolis más prósperas del mundo y cabeza de la industria cinematográfica. Antes del fin del segundo milenio, los hermanos Cohen afrontaron un homenaje a esa ciudad llena de suburbios, descampados y bandas que no se sabe muy bien dónde empieza y dónde acaba. Aunque dentro del género angelino me quedo con el Bay City de Starsky y Hutch, la recreación que consiguen los hermanos es sensacional, pura poesía.

Se asociaron con un Jeff Bridges que estaba en racha y además le caía bien a todo dios, PERO la cosa se fue por otro lado, y profundizando en la misma existencia de Jeff, les salió la mejor película de hombres que jamás se pudo hacer, un auténtico manual de funcionamiento. Obviamente, fue un fracaso comercial. Recuerdo estar en el estreno de la peli en mi ciudad. Muchos se fueron a mitad de película, en serio, mientras yo alcanzaba el nirvana. Con los años, se ha convertido en una película de culto y origen de una pseudoreligión: el notaísmo, llenando miles de convenciones de gañanes disfrazados.

La historia de la película es básica, un cóctel de dos escritores angelinos, Chandler (The big sleep) y Buk (owski) muy delirante, en la que desfilan un montón de arquetipos de hombres, todos dominados por sus mujeres o madres, cuestión evolutiva natural. Y, por encima de esos apuntes, en una ciudad donde se firman acuerdos de millones en chanclas, la gran trinidad, Jeffrey, Walter y Donnie. Jeffrey, el hombre que muchos quieren ser, vago y desastrado, sin preocupaciones, fumeta, bebedor y puntualmente follador (vaya al médico, Sr. Lebowski), el tonto para todo, a un paso de la felicidad personal. Walter, todo lo contrario, la carne apaleada por el sistema, por su divorcio, por su errático concepto de la justicia social, ese votante latente de VOX enfadado con el mundo, que te cruzas por la calle. El cuñado. Y, por último, pero no menos importante, Donnie. Por si no lo sabías, Donnie eres tú, el hombre gris que va a la bolera con su uniforme de trabajo, estresado, que identifica los barrios por las hamburgueserías, amedrentado por la vida y… que muere. En tu infinita sabiduría, Señor, te lo has llevado. Donnie, que, como recuerda en ese momento final Walter, fue surfero y exploró todas las playas desde La Joya hasta no sé dónde y también fue una buena persona. Unas cenizas en una caja de galletas que el viento no deja reposar en el mar. Un número de la seguridad social dado de baja.

El gran Lebowski es una película que no pierde con el tiempo, porque siempre habrá millonarios pícaros, pelotas, policías nazis, chulos y bailarines gordos que identificar en cada momento. Y su mensaje, no te preocupes, simplifica, tío, esto es un sablazo, son pacifistas, compra leche, vodka, licor café y hazte un ruso blanco antes de tirarte en tu alfombra.

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