Lo confieso, nunca me interesó Top Gun. Ni fui a verla en cine, ni la saqué del video club; la vi casi obligado una tarde de verano en la que no había otra alternativa y no entendí nada. Aquel elogio al individualismo y medición de pollerío me pareció irrelevante. Es un video clip y como tal, te quedas con las imágenes potentes, la fotografía y las ocurrencias, pero no hay por dónde cogerla. Con el tiempo, aprendí a amar a Tony Scott, pero esa es otra historia.
En plena batalla con las plataformas, en una vorágine pandémica donde te lo llevan todo a casa, a unos iluminados se les ocurre hacer una secuela para ver en salas. Ridley se dio cuenta de que los nuevos guerreros del aire eran unos gordos que controlaban los artefactos desde contenedores acondicionados. Aquello no era muy fotogénico. Así como los productores de blockbusters luchaban para desmarcarse de las plataformas, los pilotos iban extinguiéndose ante la perfección de los drones. Era un gran punto de partida, de ahí ese momento, en el que Ed Harris, que quiere jubilar a los pilotos, se las tiene que ver con Tom y le dice: “Sabe que tienen que desaparecer”. Y Tom que le contesta “pero no hoy”. Pero no hoy, gran frase del cine de superación, la otra gran línea de producción de Hollywood junto con la del Tiburón. Pero no hoy, porque mientras quede algo de vida dentro de mí. Pero no hoy.
TOP GUN MAVERICK coge todas las macarradas de la primera y les da un barniz de humildad. Sabe que, al final, la máquina derrotará al hombre, tal y como lleva haciendo trescientos años, sabe que esos cuerpos que juegan a vóley playa se marchitarán y serán “carne de fisio”. Sabe que el amor de la profe y el alumno no puede ir muy lejos y que la inmadurez se paga, que las reses de Maverick solo eran un estorbo en cualquier predio.
TOP GUN MAVERICK es una gran disculpa, pero a parte, en este contexto, es la película que ha salvado el cine como lo hemos conocido. Tom lo ha conseguido, ha dado un día más de vida al ritual de la sala.
Pero lo confieso, nunca me interesó TOP GUN. Recuerdo que a finales del 95, estuve unas semanas en Cáceres, haciendo la instrucción militar. Cada viernes, al acabar, nos tenían un rato formados y algunos se piraban de fin de semana. Se iban marchando como si fueran a comerse el mundo. El segundo viernes, nos sobrevoló un F-14, fue algo impresionante, porque sientes el eco en tu tímpano. El piloto dio una vuelta y bajó en picado para regalarnos una pirueta. Recuerdo cómo aquellos gañanes formados junto a mi, rompieron la fila como si se estuvieran corriendo. Pues la cosa se repitió el tercer y cuarto viernes, la vuelta, la pirueta, la ovación. En nuestra vida de presos aquello era un fogonazo de adrenalina.
El quinto viernes no volvió. El sexto, nosotros ya no estábamos allí.