Una nueva esperanza

Un día, a finales de 1977, mis padres me llevaron al cine. Había una cola que daba la vuelta a la manzana y tuvimos que sentarnos separados. Y con suerte, porque mucha gente se quedó sentada en los pasillos, en el puto suelo. Yo quedé entre unos desconocidos y mi padre, unas filas más adelante, me señalaba con los dedos los minutos que faltaban para que se apagaran las luces.

Y así fue, se apagaron y aparecieron unas grandes letras y otras más pequeñas que se alejaban por líneas, con una musicaza. No me enteraba de nada, pero el corazón me iba a mil. Y una nave se come a otra, y una puerta se abre con una explosión, yo doy un salto y aparece un gigante de negro con casco de nazi y yo que me digo, joder, ese tío es un cabrón de verdad.

Cada fin de año, me pongo el episodio IV de STAR WARS y sigo preguntándome por qué, qué ha hecho que influyera tanto aquella mierda de historia llena de fallos, con unos malos súper fashion que son unos putos inútiles y, tampoco nos engañemos, que no es un prodigio en cuanto a las interpretaciones- Es una peli glam, un remake de una de Kurosawa, con aspiraciones humanísticas y religiosas.

Pero está ese momento final, quizás sea uno de los finales más maravillosos de la historia del cine. Se abren las puertas, suena la fanfarria- Han, Luke y Chewie desfilan entre un destacamento perfectamente alineado, hasta unas escaleras donde les espera la princesa. Luke, bonachón, sonríe inocente cuando es condecorado. Han, más picarón, la provoca, está claro que la tiene en el bote. Todos aplauden, qué subidón, los muertos ya no cuentan, Chewie grita, quizás porque no hay medalla para él. R2D2 aparece tarde y protestando, recién reparado y todos se ríen, la fanfarria se mezcla con el tema principal y se acaba la peli, pero tú quieres más droga de esa.

Eso del reconocimiento es algo raro, una lotería. El día que (no) juré bandera, me pasó algo parecido- Estábamos allá en Cáceres unos dos mil insensatos y los que mandaban. Hubo discursos, nombres y tal y sonó el mío. Yo ya me había olvidado de que había presentado un relato corto a un concurso literario militar, la historia (verídica) de un legionario que tenía un bar de picante en Castelló. A la llamada, me coloqué el cetme y fui hacia el coronel Rubio, que estaba en un podio. Yo estaba acojonado y los insensatos aplaudían con júbilo, no me conocían de nada, ni habían leído el relato, pero estaban muy contentos porque la instrucción terminaba. Os aseguro que el corazón se acelera. Llegué hasta el coronel y me alargó un sobre con cinco mil pelas, joder, pensé, estos pagan, no como los de El Jueves.

-¿Te gusta escribir, chaval?-me preguntó.

-Bueno, tengo mis momentos.

No fue una princesa, pero bueno.

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